de Mn. Rafael
Serra
No hay que hacer elogio de la Parábola del hijo
pródigo. Todos sabemos que a través de esta parábola el Señor hace la más bella
descripción del corazón del Padre, su cardiografía. Esta parábola está inscrita
en el alma de los bautizados. Es la parábola más cristiana, ya no pertenece
para nada al Antiguo Testamento, es completamente del Nuevo Testamento, y, por
tanto definitiva. Forma parte del testamento siempre nuevo del Señor. Es una
parábola nuestra y que debemos recibir con un gran agradecimiento. Nunca nadie
nos la quitará. La hemos de agradecer como debemos agradecer al Señor que nos
hubiera dado el Padre nuestro. No importa para nada ni el hijo pequeño ni el
hijo mayor, lo que es ostensible es el "Padre", sólo el Padre. Y su
alegría y su abrazo. El Padre que se alegra sólo, sólo, porque el Hijo ha
vuelto. Siempre y durante toda nuestra vida, en toda circunstancia, incluso en el
último momento, siempre será verdad que: «Un Padre tenía dos hijos ...». Este
será nuestro Dios ya sea que el Señor nos quiera mantener en la gracia o permita
caigamos en el pecado. Siempre será verdad para cada uno de nosotros y para
todos los que amamos. En definitiva: ¿Quién queda excluido del amor del Padre
que nos espera a todos? ¿Quién puede decir a alguien: «A ti el Padre no te
espera»? No hay ningún tipo de simetría entre la libertad del padre y la del
hijo. Como tampoco la hay entre el retorno del hijo y el amor del padre que lo
acoge. Entre el hijo que lo había prodigado todo y el Padre que prodiga de
nuevo con sobreabundancia el Hijo que retorna sin nada. Tampoco hay simetría
entre la justicia del padre y la del hijo mayor. Todo es desproporcionado, todo
es divino.
La parábola contiene toda la ternura del
corazón de Jesús:
La parábola no debe leerse sólo como una narración
que nos enternece y nos cautiva. Es más que una bella narración para hablar del
amor del Padre del cielo. Hay que descubrir que el que habla, el que explica la
parábola, es el que la hace posible. Hay tanta ternura en esta parábola porque
contiene toda la ternura del corazón de Jesús en relación al Padre del cielo,
«su Padre». Es Él el Hijo que está unido al Padre, que no se ha ido nunca de su
corazón y se dicen estas palabras: Tú siempre estás en mí y todo lo mío es
tuyo. Son las palabras más bonitas del santo Evangelio. Él es el Hijo que nunca
se ha ido del corazón del Padre y que siempre está unido a Él. Y aquí hay un
desvelamiento de la Trinidad. Jesús como una especie de enigma, es decir, el
que explica la parábola es la clave misma de interpretación. Aquí el Señor
habla con la autoridad de quien es y de quien conoce; porque nadie conoce al
Padre como el Hijo (Lc 10:22). Jesús cuenta la parábola con una ternura que nos
llega tanto al corazón, porque Él se esconde en el camino del hijo pródigo, Él
participa de su perdición y marca su regreso, Él es el que vuelve, incluso
«cuando nosotros todavía éramos pecadores». Jesús toma la humanidad y la pone
de cara al Padre. Y toda persona lo sepa o no, sabrá que retorna en Cristo
hacia el Padre, que Cristo trae la humanidad, como lleva la oveja perdida. No
hay ningún lugar por oscuro que sea que el hombre no pueda encontrar a Cristo.
Allí, incluso en los infiernos existenciales, el Cristo está. Jesucristo es el
evento permanente que revela el amor del Padre. El Espíritu Santo por la fe y
la oración nos puede sumergir en este «acontecimiento».
El Padre lo es todo, el centro y la
convergencia de los caminos:
No importa para nada que el hijo menor hubiera
marchado y hubiera dilapidado toda una herencia, una herencia que no había
trabajado, no importa para nada de qué tiene hambre, sólo por hambre, decide volver
a la casa del Padre y así fue recibido con amor. ¿Hubiera vuelto el hijo si el
dinero no se hubiese gastado? Volvió por necesidad y fue recibido por amor. Regresó
a casa sin amor y recibió todo el amor. Tampoco importa para nada la reacción
del hijo mayor, que a pesar de estar en casa del Padre no estaba en Su corazón,
porque de lo contrario, no hubiera reaccionado de esa manera y él también se
hubiera alegrado del regreso del hermano querido, al menos lo hubiese hecho por
el amor que sabía que el Padre le tenía. Solo importa la contemplación adorante
del misterio de la bondad del Padre que deja marchar, espera, acoge, abraza,
perdona, le pone las sandalias del hombre libre y el anillo de hijo, y le invita
al banquete de la fiesta y el amor. Importa el amor del Padre que tiene que
salir a suplicar que el hijo mayor lo comprenda yle pide, como un pobre, que
entre en la fiesta del amor. Él, sólo Él, es el centro de la parábola. No hay
proporción entre el amor de este Padre y el comportamiento de sus hijos. No hay
proporción ni medida. El amor del Padre es inagotable, el amor de los hijos,
tanto el uno como el otro, es pequeño y casi inexistente. Al Padre no le
importan las razones por las que el hijo pequeño ha vuelto, sólo le importa que
sea en casa. Ni le pide nada ni le admite las excusas, no lo deja hablar, solo
lo abraza. De hecho, si el hijo se había marchado de casa, no se había marchado
nunca de la «casa de Su corazón». El Padre no tan solo no espera en casa al
hijo pródigo, sino que lo espera cada día fuera y cuando lo ve corre hasta encuentro,
se le echa al cuello y comienza a besarlo. Que se haya perdido, no quiere decir
que Dios no sepa dónde está, indica simplemente que se pone en los caminos por
los cuales el hijo puede regresar, si realmente hay alguno de adecuado. Cuando
el Hijo de Dios desciende a la derelicción más profunda, hasta la pérdida del
Padre experimentando su abandono, se realiza la kénosis más profunda del
corazón de Dios para abrir el camino de los hijos que regresan.
La significación cristològica:
La significación de la parábola es cristológica y
esto hace que se tenga que marcar como un texto mayor (textus maior) del Nuevo
Testamento. La parábola no es una narración pedagógica de Jesús, es la
actuación de Dios in actu. Es por razón del misterio de la encarnación y de la
Pascua que el Padre se manifiesta de esta manera. Jesús elevado en la Cruz será
la clave de comprensión de la realidad divina y siempre actual de quién es Deus
caritas.
Cuando la humanidad ha sido reconciliada, el Padre
será siempre el que espera a su hijo que se ha ido y el que pide al otro hijo
que entre a la fiesta. Es para ir a buscar al hijo que se había perdido y para
invitar a entrar al hijo mayor que Jesús ha venido. Toda la Trinidad está
presente en la parábola. ¿Dónde está el Hijo? En el Verbo que la explica. ¿Dónde
está el Espíritu Santo? En el amor que el Hijo lleva dentro cuando habla del
Padre. Toda la simbólica trinitaria se manifiesta: las manos del Padre que
abraza son las del Hijo -el amor-, por el que el Padre corre hacia el hijo
perdido, lo abraza y lo aprieta en su seno -el Espíritu Santo. Allí se sienten
los latidos del corazón. Como será también propio del Hijo el vestido, porque
todos los que hemos sido bautizados en Cristo hemos sido revestidos de Cristo y
será propio del santo Espíritu el anillo de la alianza, pues es el que ha
sellado una alianza nueva dentro de los corazones, por el amor que nos ha sido
derramado (Rom 5: 5). La muerte de Jesús que reconcilia el cielo y la tierra,
manifiesta la gloria del Padre del cielo y lleva a plenitud la veritas de la parábola del hijo que
vuelve a casa. La cruz de Jesús será la auto-manifestación del amor del Padre
del cielo. Jesús con su muerte anuncia y testimonia que realmente el Padre del
cielo es así. De que el Padre se manifiesta así, por cada uno de nosotros. Él
nos espera siempre y espera que nos pongamos en camino, sea cual sea la edad,
sean cuales sean los sufrimientos del corazón, sean cuales sean los pecados,
sea cual sea el punto de partida. Él espera de que nos pongamos en camino y que
desde ahora vayamos hacia Él, solo hacia Él. Por el camino que Él nos ha
mostrado que es el camino del amor. Y es también por el Hijo, Jesús, Señor
nuestro, que nos hace de nuevo herederos -la primera herencia no era nada
comparada con ésta-, herederos de su amor; sí, el amor del Padre ya es
herencia: «Tú siempre estás en mí y todo lo mío es tuyo». Es bien cierto que en
«en Cristo hemos recibido nuestra parte en la herencia" (Ef 1:11). En
cierto modo el Padre le da dos veces la vida, le da dos veces la herencia, pero
la segunda es incomparablemente mayor que la primera, la de su amor y la de su
perdón.
Detrás del Hijo pródigo hay una multitud
que llegan:
Pero en Él, Cristo, todos volvemos a casa. Él que ha
salido de la casa del Padre y ha asumido en este pobre hijo que de manera
insensata se lo ha gastado todo y ha echado a perder una herencia que no había
trabajado. De aquel que habiendo sido rico se ha vuelto pobre, de quien
habiendo sido hijo se ha convertido en esclavo. El Señor lo ha ido a buscar y
lo ha puesto amorosamente sobre sus hombros.
Para Cristo el hijo pródigo no retorna solo a casa,
vuelve con una multitud, entre ellos por su gran misericordia, nosotros. Y
cuando volvemos a Dios experimentamos que Él nos ha esperado siempre y que estamos
en aquella casa de la que no tendríamos que habernos ido nunca. Una casa que
siempre hemos añorado, como el pan blanco que el Padre tiene en casa. El hijo
vuelve a casa con las heridas del camino, como mugriento, con sus pecados, con
el daño que le han hecho y el daño que ha hecho, como horrorizado de sí mismo,
pero regresa con la confianza de saberse hijo. Vuelve descalzo porque viene de
la tierra de los hombres que no conocen la libertad, viene de la tierra donde
caminar duele. Él, el hijo, también conocía el corazón del Padre, de otro modo
no hubiera vuelto. Detrás del hijo pródigo están todos los hijos de Adán que
por ilimitados caminos de retorno, llegan malheridos y avergonzados a casa. El
hijo se había ido lejos, muy lejos, para no sentir la sombra del Padre, pero no
podía borra la imagen y semejanza que le había impreso en el corazón. Toda la
tradición patrística comenta la parábola en este sentido cristológico.
La Cuaresma es el retorno y la Pascua el
reencuentro:
La parábola del hijo que vuelve a casa celebrada en plena
Cuaresma y en este Jubileo de la Misericordia, nos enseña el sentido cuaresmal
y pascual de la vida cristiana: Cuaresma marca el camino del regreso, tiempo de
entrar dentro de sí y sin dudar ni permitir que nadie nos haga dudar, hacernos
el propósito: Iré a casa de mi Padre. Por favor, el hijo no vuelve a casa de un
extraño, en una casa que no lo conozcan, vuelve a casa de su Padre, quien lo
había engendrado (donde necesariamente también hay una madre). De alguien que
le puede reprochar todo, pero que nunca le podrá decir: «Tú no eres mi hijo, y
no te conozco». E igualmente el hijo, siempre podrá decir una verdad que nada
puede alterar: «Tú eres mi Padre, soy tu hijo». La Pascua es el reencuentro: el
abrazo, el calzado del hombre libre -ya que sólo los esclavos iban descalzos-,
el vestido nuevo y el anillo de la filiación. La Pascua es escuchar la Palabra:
hoy estarás conmigo en el Paraíso. También el banquete de la fiesta con la
alegría de los hermanos y de la Madre Iglesia gozosa por los hijos. Donde todos
son invitados a tener la alegría de los ángeles por un pecador que se
convierta, allí donde las noventa y nueve ovejas se alegran de reencontrar a la
que faltaba. Pues la fiesta, no es fiesta plena, si no estamos todos. Todo esto
tendrá resonancias en la liturgia de la noche de Pascua.
Nadie sabe si el hijo mayor entra o no entra en la
fiesta, sólo se dice que el Padre le suplicaba. Al final todos entran a la
fiesta -al final, siempre entran todos a la fiesta-, porque no hay nada más
engorroso que estar fuera de la casa donde se oyen gritos de fiesta. Al final
siempre se entra a la fiesta porque estar al lado de un lugar donde todos hacen
fiesta y no poder entrar es insoportable. Porque la soledad entonces es enorme
y amarga y también porque los que hacen la fiesta no la pueden hacer completa
si saben que hay alguien que no quiere entrar, esto les es incomprensible. Más
cuando la fiesta ha sido regalada. Más cuando la fiesta se hace en el corazón
del Padre que está contento de tener en casa al hijo pequeño y grande, y que ya
no piensa quién lo merece más. Sólo estar contento que estén y que se quieran.
He aquí que el banquete no debe celebrar sólo la misericordia paterna, sino también
la fraterna, pues siempre van unidas.
Son fiestas, como aquellas tan bonitas que organizan
las familias de nuestras parroquias, para celebrar los cincuenta años del
matrimonio de los padres: ¿dónde se hacen estas fiestas? En este o aquel
restaurante? Que va! La fiesta se hace en el corazón de los padres y en el gozo
de los hermanos que se quieren.
Sincronizados en la Hora de la Pascua:
Celebrar la santa liturgia es, amigos lectores,
sincronizar en la hora de Jesús, es poner el reloj a la hora que marca la
Pascua del Señor. La liturgia cristiana es un gesto hermoso de Jesús que
sincroniza nuestros gestos con los suyos. Entramos en la Hora de Jesús, para la
cual Él ha había venido. En la liturgia aprendemos a sincronizar nuestros
movimientos, con los de Cristo, como aquella sincronización que se necesita
para ejecutar un baile o una sinfonía. Los cristianos debemos
vivir buscando esta sincronización del corazón con Jesús. Quien celebra la
liturgia cristiana sabe que entra en el tiempo de Jesús, que trasciende el
tiempo y nos hace participar en la eternidad, allí donde el Padre se prodiga
con un amor sin medida. En la liturgia cristiana hay una vibración de
eternidad. Los cristianos llevamos otro reloj que marca otra hora. Somos
aquellos que si nos preguntan: ¿qué hora es? Debemos responder que vivimos en
la hora de la Pascua, de la muerte y la resurrección de Cristo. Esta es la hora
que tenemos que saber dar. El día en que Cristo murió y resucitó por nosotros,
otro tiempo quedó sincronizado.
El banquete del reino se celebra con todos los hijos
e hijas ex-pródigos que lo han gastado todo, y que ya no les queda nada más en
este mundo sino el amor del Padre del Cielo que les espera. Y se celebra
también con los hermanos que no quieren entrar, que no pueden comprender que el
amor de Dios se prodiga tanto por los justos como por los pecadores, como el
sol que ilumina todo o la lluvia que empapa a todos. El infierno sería una
anomalía del amor de Dios: ¿Si no hay esperanza de que todos los hombres se
salven porque debemos orar por todos ellos? En el Banquete del Reino está toda
la prodigalidad del Padre. Inmensa. Gratuita. Sin fondos y sin porqués. Donde
todo es gracia, que decía la pequeña Teresa. Ahora comprendemos la oración del
bienaventurado Charles de Foucauld: Porque tú eres mi Padre, sólo porque tú
eres mi Padre.