divendres, 18 de març del 2016

MEDITACIÓN SOBRE LA PARÁBOLA DEL HIJO EX-PRÓDIGO (En castellano)

de Mn. Rafael Serra

No hay que hacer elogio de la Parábola del hijo pródigo. Todos sabemos que a través de esta parábola el Señor hace la más bella descripción del corazón del Padre, su cardiografía. Esta parábola está inscrita en el alma de los bautizados. Es la parábola más cristiana, ya no pertenece para nada al Antiguo Testamento, es completamente del Nuevo Testamento, y, por tanto definitiva. Forma parte del testamento siempre nuevo del Señor. Es una parábola nuestra y que debemos recibir con un gran agradecimiento. Nunca nadie nos la quitará. La hemos de agradecer como debemos agradecer al Señor que nos hubiera dado el Padre nuestro. No importa para nada ni el hijo pequeño ni el hijo mayor, lo que es ostensible es el "Padre", sólo el Padre. Y su alegría y su abrazo. El Padre que se alegra sólo, sólo, porque el Hijo ha vuelto. Siempre y durante toda nuestra vida, en toda circunstancia, incluso en el último momento, siempre será verdad que: «Un Padre tenía dos hijos ...». Este será nuestro Dios ya sea que el Señor nos quiera mantener en la gracia o permita caigamos en el pecado. Siempre será verdad para cada uno de nosotros y para todos los que amamos. En definitiva: ¿Quién queda excluido del amor del Padre que nos espera a todos? ¿Quién puede decir a alguien: «A ti el Padre no te espera»? No hay ningún tipo de simetría entre la libertad del padre y la del hijo. Como tampoco la hay entre el retorno del hijo y el amor del padre que lo acoge. Entre el hijo que lo había prodigado todo y el Padre que prodiga de nuevo con sobreabundancia el Hijo que retorna sin nada. Tampoco hay simetría entre la justicia del padre y la del hijo mayor. Todo es desproporcionado, todo es divino.

La parábola contiene toda la ternura del corazón de Jesús:

La parábola no debe leerse sólo como una narración que nos enternece y nos cautiva. Es más que una bella narración para hablar del amor del Padre del cielo. Hay que descubrir que el que habla, el que explica la parábola, es el que la hace posible. Hay tanta ternura en esta parábola porque contiene toda la ternura del corazón de Jesús en relación al Padre del cielo, «su Padre». Es Él el Hijo que está unido al Padre, que no se ha ido nunca de su corazón y se dicen estas palabras: Tú siempre estás en mí y todo lo mío es tuyo. Son las palabras más bonitas del santo Evangelio. Él es el Hijo que nunca se ha ido del corazón del Padre y que siempre está unido a Él. Y aquí hay un desvelamiento de la Trinidad. Jesús como una especie de enigma, es decir, el que explica la parábola es la clave misma de interpretación. Aquí el Señor habla con la autoridad de quien es y de quien conoce; porque nadie conoce al Padre como el Hijo (Lc 10:22). Jesús cuenta la parábola con una ternura que nos llega tanto al corazón, porque Él se esconde en el camino del hijo pródigo, Él participa de su perdición y marca su regreso, Él es el que vuelve, incluso «cuando nosotros todavía éramos pecadores». Jesús toma la humanidad y la pone de cara al Padre. Y toda persona lo sepa o no, sabrá que retorna en Cristo hacia el Padre, que Cristo trae la humanidad, como lleva la oveja perdida. No hay ningún lugar por oscuro que sea que el hombre no pueda encontrar a Cristo. Allí, incluso en los infiernos existenciales, el Cristo está. Jesucristo es el evento permanente que revela el amor del Padre. El Espíritu Santo por la fe y la oración nos puede sumergir en este «acontecimiento».

El Padre lo es todo, el centro y la convergencia de los caminos:

No importa para nada que el hijo menor hubiera marchado y hubiera dilapidado toda una herencia, una herencia que no había trabajado, no importa para nada de qué tiene hambre, sólo por hambre, decide volver a la casa del Padre y así fue recibido con amor. ¿Hubiera vuelto el hijo si el dinero no se hubiese gastado? Volvió por necesidad y fue recibido por amor. Regresó a casa sin amor y recibió todo el amor. Tampoco importa para nada la reacción del hijo mayor, que a pesar de estar en casa del Padre no estaba en Su corazón, porque de lo contrario, no hubiera reaccionado de esa manera y él también se hubiera alegrado del regreso del hermano querido, al menos lo hubiese hecho por el amor que sabía que el Padre le tenía. Solo importa la contemplación adorante del misterio de la bondad del Padre que deja marchar, espera, acoge, abraza, perdona, le pone las sandalias del hombre libre y el anillo de hijo, y le invita al banquete de la fiesta y el amor. Importa el amor del Padre que tiene que salir a suplicar que el hijo mayor lo comprenda yle pide, como un pobre, que entre en la fiesta del amor. Él, sólo Él, es el centro de la parábola. No hay proporción entre el amor de este Padre y el comportamiento de sus hijos. No hay proporción ni medida. El amor del Padre es inagotable, el amor de los hijos, tanto el uno como el otro, es pequeño y casi inexistente. Al Padre no le importan las razones por las que el hijo pequeño ha vuelto, sólo le importa que sea en casa. Ni le pide nada ni le admite las excusas, no lo deja hablar, solo lo abraza. De hecho, si el hijo se había marchado de casa, no se había marchado nunca de la «casa de Su corazón». El Padre no tan solo no espera en casa al hijo pródigo, sino que lo espera cada día fuera y cuando lo ve corre hasta encuentro, se le echa al cuello y comienza a besarlo. Que se haya perdido, no quiere decir que Dios no sepa dónde está, indica simplemente que se pone en los caminos por los cuales el hijo puede regresar, si realmente hay alguno de adecuado. Cuando el Hijo de Dios desciende a la derelicción más profunda, hasta la pérdida del Padre experimentando su abandono, se realiza la kénosis más profunda del corazón de Dios para abrir el camino de los hijos que regresan.

La significación cristològica:

La significación de la parábola es cristológica y esto hace que se tenga que marcar como un texto mayor (textus maior) del Nuevo Testamento. La parábola no es una narración pedagógica de Jesús, es la actuación de Dios in actu. Es por razón del misterio de la encarnación y de la Pascua que el Padre se manifiesta de esta manera. Jesús elevado en la Cruz será la clave de comprensión de la realidad divina y siempre actual de quién es Deus caritas.
Cuando la humanidad ha sido reconciliada, el Padre será siempre el que espera a su hijo que se ha ido y el que pide al otro hijo que entre a la fiesta. Es para ir a buscar al hijo que se había perdido y para invitar a entrar al hijo mayor que Jesús ha venido. Toda la Trinidad está presente en la parábola. ¿Dónde está el Hijo? En el Verbo que la explica. ¿Dónde está el Espíritu Santo? En el amor que el Hijo lleva dentro cuando habla del Padre. Toda la simbólica trinitaria se manifiesta: las manos del Padre que abraza son las del Hijo -el amor-, por el que el Padre corre hacia el hijo perdido, lo abraza y lo aprieta en su seno -el Espíritu Santo. Allí se sienten los latidos del corazón. Como será también propio del Hijo el vestido, porque todos los que hemos sido bautizados en Cristo hemos sido revestidos de Cristo y será propio del santo Espíritu el anillo de la alianza, pues es el que ha sellado una alianza nueva dentro de los corazones, por el amor que nos ha sido derramado (Rom 5: 5). La muerte de Jesús que reconcilia el cielo y la tierra, manifiesta la gloria del Padre del cielo y lleva a plenitud la veritas de la parábola del hijo que vuelve a casa. La cruz de Jesús será la auto-manifestación del amor del Padre del cielo. Jesús con su muerte anuncia y testimonia que realmente el Padre del cielo es así. De que el Padre se manifiesta así, por cada uno de nosotros. Él nos espera siempre y espera que nos pongamos en camino, sea cual sea la edad, sean cuales sean los sufrimientos del corazón, sean cuales sean los pecados, sea cual sea el punto de partida. Él espera de que nos pongamos en camino y que desde ahora vayamos hacia Él, solo hacia Él. Por el camino que Él nos ha mostrado que es el camino del amor. Y es también por el Hijo, Jesús, Señor nuestro, que nos hace de nuevo herederos -la primera herencia no era nada comparada con ésta-, herederos de su amor; sí, el amor del Padre ya es herencia: «Tú siempre estás en mí y todo lo mío es tuyo». Es bien cierto que en «en Cristo hemos recibido nuestra parte en la herencia" (Ef 1:11). En cierto modo el Padre le da dos veces la vida, le da dos veces la herencia, pero la segunda es incomparablemente mayor que la primera, la de su amor y la de su perdón.

Detrás del Hijo pródigo hay una multitud que llegan:

Pero en Él, Cristo, todos volvemos a casa. Él que ha salido de la casa del Padre y ha asumido en este pobre hijo que de manera insensata se lo ha gastado todo y ha echado a perder una herencia que no había trabajado. De aquel que habiendo sido rico se ha vuelto pobre, de quien habiendo sido hijo se ha convertido en esclavo. El Señor lo ha ido a buscar y lo ha puesto amorosamente sobre sus hombros.
Para Cristo el hijo pródigo no retorna solo a casa, vuelve con una multitud, entre ellos por su gran misericordia, nosotros. Y cuando volvemos a Dios experimentamos que Él nos ha esperado siempre y que estamos en aquella casa de la que no tendríamos que habernos ido nunca. Una casa que siempre hemos añorado, como el pan blanco que el Padre tiene en casa. El hijo vuelve a casa con las heridas del camino, como mugriento, con sus pecados, con el daño que le han hecho y el daño que ha hecho, como horrorizado de sí mismo, pero regresa con la confianza de saberse hijo. Vuelve descalzo porque viene de la tierra de los hombres que no conocen la libertad, viene de la tierra donde caminar duele. Él, el hijo, también conocía el corazón del Padre, de otro modo no hubiera vuelto. Detrás del hijo pródigo están todos los hijos de Adán que por ilimitados caminos de retorno, llegan malheridos y avergonzados a casa. El hijo se había ido lejos, muy lejos, para no sentir la sombra del Padre, pero no podía borra la imagen y semejanza que le había impreso en el corazón. Toda la tradición patrística comenta la parábola en este sentido cristológico.

La Cuaresma es el retorno y la Pascua el reencuentro:

La parábola del hijo que vuelve a casa celebrada en plena Cuaresma y en este Jubileo de la Misericordia, nos enseña el sentido cuaresmal y pascual de la vida cristiana: Cuaresma marca el camino del regreso, tiempo de entrar dentro de sí y sin dudar ni permitir que nadie nos haga dudar, hacernos el propósito: Iré a casa de mi Padre. Por favor, el hijo no vuelve a casa de un extraño, en una casa que no lo conozcan, vuelve a casa de su Padre, quien lo había engendrado (donde necesariamente también hay una madre). De alguien que le puede reprochar todo, pero que nunca le podrá decir: «Tú no eres mi hijo, y no te conozco». E igualmente el hijo, siempre podrá decir una verdad que nada puede alterar: «Tú eres mi Padre, soy tu hijo». La Pascua es el reencuentro: el abrazo, el calzado del hombre libre -ya que sólo los esclavos iban descalzos-, el vestido nuevo y el anillo de la filiación. La Pascua es escuchar la Palabra: hoy estarás conmigo en el Paraíso. También el banquete de la fiesta con la alegría de los hermanos y de la Madre Iglesia gozosa por los hijos. Donde todos son invitados a tener la alegría de los ángeles por un pecador que se convierta, allí donde las noventa y nueve ovejas se alegran de reencontrar a la que faltaba. Pues la fiesta, no es fiesta plena, si no estamos todos. Todo esto tendrá resonancias en la liturgia de la noche de Pascua.
Nadie sabe si el hijo mayor entra o no entra en la fiesta, sólo se dice que el Padre le suplicaba. Al final todos entran a la fiesta -al final, siempre entran todos a la fiesta-, porque no hay nada más engorroso que estar fuera de la casa donde se oyen gritos de fiesta. Al final siempre se entra a la fiesta porque estar al lado de un lugar donde todos hacen fiesta y no poder entrar es insoportable. Porque la soledad entonces es enorme y amarga y también porque los que hacen la fiesta no la pueden hacer completa si saben que hay alguien que no quiere entrar, esto les es incomprensible. Más cuando la fiesta ha sido regalada. Más cuando la fiesta se hace en el corazón del Padre que está contento de tener en casa al hijo pequeño y grande, y que ya no piensa quién lo merece más. Sólo estar contento que estén y que se quieran. He aquí que el banquete no debe celebrar sólo la misericordia paterna, sino también la fraterna, pues siempre van unidas.
Son fiestas, como aquellas tan bonitas que organizan las familias de nuestras parroquias, para celebrar los cincuenta años del matrimonio de los padres: ¿dónde se hacen estas fiestas? En este o aquel restaurante? Que va! La fiesta se hace en el corazón de los padres y en el gozo de los hermanos que se quieren.

Sincronizados en la Hora de la Pascua:

Celebrar la santa liturgia es, amigos lectores, sincronizar en la hora de Jesús, es poner el reloj a la hora que marca la Pascua del Señor. La liturgia cristiana es un gesto hermoso de Jesús que sincroniza nuestros gestos con los suyos. Entramos en la Hora de Jesús, para la cual Él ha había venido. En la liturgia aprendemos a sincronizar nuestros movimientos, con los de Cristo, como aquella sincronización que se necesita para ejecutar un baile o una sinfonía. Los cristianos debemos vivir buscando esta sincronización del corazón con Jesús. Quien celebra la liturgia cristiana sabe que entra en el tiempo de Jesús, que trasciende el tiempo y nos hace participar en la eternidad, allí donde el Padre se prodiga con un amor sin medida. En la liturgia cristiana hay una vibración de eternidad. Los cristianos llevamos otro reloj que marca otra hora. Somos aquellos que si nos preguntan: ¿qué hora es? Debemos responder que vivimos en la hora de la Pascua, de la muerte y la resurrección de Cristo. Esta es la hora que tenemos que saber dar. El día en que Cristo murió y resucitó por nosotros, otro tiempo quedó sincronizado.

El banquete del reino se celebra con todos los hijos e hijas ex-pródigos que lo han gastado todo, y que ya no les queda nada más en este mundo sino el amor del Padre del Cielo que les espera. Y se celebra también con los hermanos que no quieren entrar, que no pueden comprender que el amor de Dios se prodiga tanto por los justos como por los pecadores, como el sol que ilumina todo o la lluvia que empapa a todos. El infierno sería una anomalía del amor de Dios: ¿Si no hay esperanza de que todos los hombres se salven porque debemos orar por todos ellos? En el Banquete del Reino está toda la prodigalidad del Padre. Inmensa. Gratuita. Sin fondos y sin porqués. Donde todo es gracia, que decía la pequeña Teresa. Ahora comprendemos la oración del bienaventurado Charles de Foucauld: Porque tú eres mi Padre, sólo porque tú eres mi Padre.